jueves, 16 de agosto de 2012

Vivir en plural

Desde el instituto soy de letras, no de números. Siento afinidad por las discusiones semánticas y las disquisiciones gramaticales. Supongo que por eso pienso en diferentes estados vitales en términos de género y número del sustantivo.

Durante mucho tiempo fui femenino singular. Las decisiones, los planes, el tejer laborioso del día a día lo decidía en femenino singular. Yo y mi circunstancia, como Ortega. Recuerdo que se me hizo largo a ratos, pero creo que fue un tiempo gramatical bien empleado. Fue la época en que me desarrollé como nombre propio.

Luego llegó la era del plural. ¿Qué hacer el sábado por la noche? ¿Pasar el gazpacho o dejarlo con tropezones? ¿Comprar la marca blanca de champú o alguna otra? Con todas estas preguntas llegó la conciencia de que ciertas decisiones afectan a dos y por ello deben de ser consensuadas. En mis frases el sujeto ya no era "yo". Éramos "nosotros". Género neutro; número plural.

Un paso más y la unidad vital de mis párrafos y mis días creció aún más: nos vino el hijo.  Las decisiones y los planes ya no tienen que ser meramente consensuados. Tienen que supeditarse al interés de la prole. El desayuno consiste en engullir con prisa lo que sea que el infante descarta desde su trona dictatorial; el tiempo de ocio --menguado-- se organiza en torno a lo que es o no apropiado para un bebé; el trabajo se convierte en un juego de malabares imposible en el que una no se sacude el sentimiento de culpa y no se explica las trabas que encuentra para ser ciudadana productiva y madre. Es, en suma, el comienzo de la familia; el sustantivo colectivo que, aunque tiene número singular, implica por definición una pluralidad. La magia de la familia y del sustantivo colectivo es que reúnen en la intimidad cercana de lo singular la riqueza bella, agotadora y gratificante del plural.

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